11 de junio de 2009

otra vez, el campeón


fue campeón Pumas y fui a comprar el Récord y el Esto. Los periodistas son unos idiotas, eso lo sé ahora. Casi nadie le reconoce la victoria a la UNAM, toda la temporada estuvieron dando su opinión experta de porque el Tuca era el peor director técnico del universo y hoy que Pumas es campeón, nadie es capaz de ocultar su envidia, su rabia por haber quedado en evidencia.

pero a mí eso realmente no me importa, compré los diarios para después, en unos años, volver a hojearlos y acordarme de ese día y sonreír. Y es que el domingo fue uno de los mejores días de mi vida. Pero acepto que no hay ninguna razón lógica para eso; después de todo yo no hice nada, yo no jugué, ni siquiera estuve en el estadio para cantar el Goya… es más, vi todos los juegos de esta temporada en una televisión; sin embargo, siento este campeonato como mío más aún que, no sé, Juan Carlos Cacho, que sí es jugador del equipo pero no jugó un solo minuto en la liguilla.

a media temporada desistí de tratar de explicar porque me pongo como demente cuando el Barcelona o el Pumas meten gol, les meten gol, fallan un gol increíble, dan un mal pase, juegan como si les valiera madre, etc. Porque entendí que esta pasión que siento nadie más la puede entender, nadie que no sea fanático de fútbol por lo menos, que no haya sentido lo que es querer a una playera, más, muchas veces más, que los jugadores que la defienden o los directivos que la administran.

yo sólo sé que durante toda mi vida, mi única constante, de alguna manera, han sido los Pumas. Desde que tenía seis años aprendí a vivir con una afición que no me sabía a mucho más que a derrotas y trancazos, porque los Pumas, durante todos los 90’s y hasta el 2003, no hicieron más que perder y perder y perder y yo nunca me entristecía demasiado, sólo me avergonzaba. Porque hasta que tuve 15 años no veía los partidos; no les entendía, mi amor era de verdad ciego, porque sólo veía perder a los Pumas en los resúmenes de Acción o de Deportv. Nunca soportaba los 90 minutos de un juego que me parecía aburrido (no entendía ni madre de táctica) y que la única emoción que me enseñó fue la rabia incomprensible del gol en contra… incomprensible porque, no mames, ¿cómo se pueden dejar meter ese gol?

Si bien tardé un poco en disfrutar el fútbol en todo su esplendor, sus cánticos, la estrategia, los goles inesperados, las victorias imposibles, desde el momento en que por accidente decidí que le iba a ir a los Pumas, supe que acababa de elegir una condena de la que jamás me podría zafar. No es de hombres de verdad cambiarse de equipo, renegar de tus colores; ni cuando estás al borde de la segunda división. Puedes gritar, berrear, llorar e ir a quemar las casas y los coches de los jugadores, pero al equipo no lo dejas solo, por nadie ni por nada, ni lo cambias por uno más ganador. El día que se te atraviesa una boda o un bautizo los estás traicionando un poco, y sí tu amigo se divorcia en dos años (o no lo hace, pero la pareja se comienza a detestar) o el niño resulta, de todos modos y a pesar de toda el agua bendita de por medio, un maldito hijo de p*ta, todo habrá sido en vano.

Juan Villoro lo explica de otra manera: “Escoger un equipo es una forma de decidir los fines de semana, los que buscan domingos fáciles le van al campeón, los románticos se ilusionan con oncenas inestables, los estoicos soportan su pasión por el colero…”. En el fútbol mexicano, todos somos unos románticos. Menos los americanistas, que son unos imbéciles.

Recuerdo que mi papá, mi tío y sus amigos se juntaron en la casa a ver el partido de vuelta de la final del torneo 90-91, entre Pumas y América. La del Tucazo. Se me quedaron bien grabados en la cabeza tres momentos de aquella final; el primero fue cuando, hacia el final del juego de ida, un defensa de Pumas, creo que era Abraham Nava, trabó a un delantero del América que se enfilaba solo a portería y lo expulsaron, el segundo fue el grito que todos en la casa pegaron cuando el Tuca anotó el gol que al final del juego de vuelta nos dio el campeonato y el último es la imagen de Luis García dando la vuelta olímpica con la copa y mi papá, mi tío y sus amigos celebrando; en ese momento fue cuando decidí que iba a ser Puma. Creía que mi familia estaría contenta con mi decisión y que mis fines de semana serían fáciles.
Pero no podía estar más equivocado, mi familia es Chiva (por eso celebraban la derrota del América, no la victoria de Pumas), y Pumas, un equipo acostumbrado a los domingos difíciles, a perder cuando no debe, un equipo grande por la historia de la institución que representa más que por los títulos que gana siempre con mucho sufrimiento, ante la incredulidad de todos, hasta de los más fieles, que cantamos el como no te voy a querer (adentro, si estamos en público, lejos del estadio) no porque tengan muchas estrellas alrededor del escudo (las tienen), eso no importa (cuando quieres, dicen).

como el domingo… no sé por qué festejé, no sé porque el lunes en la mañana, mientras revisaba obsesivamente las noticias y desayunaba con sportscenter de ruido ambiente, casi lloro de la felicidad más absurda que he sentido en la vida. O tal vez no tan absurda, después de todo, los Pumas siempre han estado ahí, desde que tenía seis años, en cada fin de semana, definiendo con su victoria o su derrota un pedazo de cada uno de los días que me enteré como habían quedado.