13 de junio de 2011

Historias para contar 1

les cuento que la última vez que creí enamorarme me enamoré de una niña pequeña y ágil, ligeramente menos delgada que un esqueleto, dueña de una personalidad hipnonizante y una mirada cértera, involdiable y cruel y hoy, a veces, todavía la extraño. Es que les digo que una vez, cuando otro hombre que no sé cómo, dice, según él, se resistió a su presencia, por si sola opiácea y para demostrármelo me describió de bulto su mirada tan hermosa, la mirada que usa cuando busca escarbar en tus derrotas y deseos, la reconocí de inmediato. Así nomás, en ese instante. Después de esa plática de inmediato decidí que lo mejor para mí sería largarme lo más lejos posible. Obviamente no pude hacerlo a la primera, pasaron todavía algunos meses y a veces, cuando me harto de estar solo y mi monstruo se harta un poco de dejar pasar personas sobre la muralla para casi de inmediato y con una risa malvada y profundamente sincera y desvergonzada regresarlas por donde vinieron, ante mi mirada permisiva, desinteresada y casi sin remordimiento, la extraño tres veces lo que un día normal.

y entonces, casi deseo que vuelva un rato pero no. No y no. Mi monstruo el muy imbécil, a ella sí, no sé porque, la dejaba quedarse todo el tiempo que se le daba la gana y le abría la puerta con una facilidad ilógica, absolutamente impropia en un cadenero, en un dragón y además guardían de mi kamikaze corazón. Nunca entendí porque, de verdad no.

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