25 de enero de 2011

de mi fascinación con ciertos lugares y oficios, dicen

la conocí, como siempre se conoce a las mujeres interesantes de la literatura, en un bar. O en una casa vacía, o en una fiesta fatídica, en medio de un sueño: es el siglo XVI en un pueblo desolado de la campiña francesa y ella es la más deseada por todos; yo, su amante preferido y confidente; el único al que se arriesga a ver en secreto, cercada y ferreamente vigilada como está por sus padres que aguardan con impaciencia la llegada del duque con una propuesta de matrimonio que no estaban dispuestos a arriesgar--

varias veces traté de escaparme junto con ella del sueño y despertarme a su lado en mi colchón moderno del siglo XXI. No es necesario decirles que nunca lo logré, sin embargo lo haré. Varias veces estuve cerca, muy cerca de lograrlo, pero siempre despertaba invariablemente solo y derrotado y permanecía así de inconsolable todo el día, hasta que la veía en la vida real y deseaba, entonces, transportar todo a la tierra de los sueños o por lo menos confundirme tanto que necesitara un pellizco o una cachetada para saber realmente si estoy despierto o soñando y aún así no lograr descubrirlo… pedirle permiso al dueño del bar: "¿puedo tratar de apagar y prender la luz?"; "No, bueno, ¿sería usted tan amable de proporcionarme un reloj digital para ver sí..." (…) "disculpe, de verdad disculpe, ¿puede servirme una cerveza por favor?, y olvidemos todo este bochornoso asunto."... "sí, aha, de barril".

***

los soñadores tartamudeamos siempre. O no siempre, pero casi siempre, en los momentos más críticos; si se tratara de una película de acción la bomba ya habría estallado, si fuera una película romántica nuestra única esperanza sería ser Woody Allen.

si fueran vacaciones estaría en la India y ya habría perdido el pasaporte, el tren y sólo quedarían las 500 canciones de mi walkman descontinuado a finales del año pasado, desplazado por el iPOD para hacerme compañía junto a mis recuerdos a un lado de unas vías del tren en el desierto.

***

epílogo

el día que la conocí me desconocí, no me sucedió como suele sucederme cuando veo a alguien en la calle que me gusta y le gusto pero no me atrevo a hablarle y que luego se me olvida sin darle mayor importancia; a ella sí tenía unas ganas casi compulsivas de acercármele y decirle hola y proponerle matrimonio de ser necesario porque tenía una prisa, una desesperación de que dejara de ser ya, pero ya, una simple desconocida. Durante los siguientes días y los siguientes meses le pedí consejos a cualquiera que estuviera dispuesto a escucharme sobre como acercármele para pedirle una cita, no una michelada ni una cerveza, en medio de esa multitud que atiborra los bares los fines de semana que son quincena aquí en Morelia y recibí muy buena asesoría que nunca pude poner en práctica. Excepto una vez que estuve afuera del bar durante dos horas hasta que por fin entré a invitarla a salir. Eso no llevo a nada por supuesto. Después de eso, no es que no la haya vuelto a ver (tenía su número y lo borré, total que ni contestaba), sino que siempre he pretendido que mi mirada la atraviesa cuando me topo con ella, no vaya a ser que se note